18 febrero 2006

Inédito - El caso L.


EL CASO L.
Quien pretenda aprender por los libros el noble juego del ajedrez, pronto advertirá que sólo las aperturas y los finales consienten una exposición sistemática y exhaustiva, en tanto que la rehúsa la infinita variedad de las movidas que siguen a las de apertura. Únicamente el ahincado estudio de partidas en que se midieron grandes maestros puede colmar las lagunas de la enseñanza. A parecidas limitaciones están sujetas las reglas que uno pueda dar para el ejercicio del tratamiento psicoanalítico[1].


En esta primera parte elegí compartir un caso, fundamentalmente movida por la necesidad de reconstruir lo ocurrido. Es el caso de una paciente que atendí por consultorios externos, con la que sólo tuve seis entrevistas pero que me presentó dificultades de todo tipo: diagnósticas, transferenciales, éticas, etc.
“En su acepción más común, la expresión "un caso" designa para el practicante el interés particular que deposita en alguno de sus pacientes. Con gran frecuencia ese interés lo impulsa a compartir su experiencia con sus colegas (supervisión, grupos clínicos, etcétera), pero a veces, tal interés da lugar a una observación escrita que constituye entonces lo que llamamos verdaderamente un caso clínico”[2].


Llamaremos a esta paciente L. Tiene 37 años. Llegó a mí derivada por una colega que la había atendido en el hospital hace un año y que como se iba de vacaciones (un mes y medio) me pidió que la atendiera. Me dijo que estaba embarazada, deprimida y que no aceptaba la idea de este hijo, y que su obstetra le sugirió que consultara una psicóloga.
Así llegó L. al consultorio por primera vez. Su apariencia es la de una mujer más grande, totalmente dejada, sin una gota de maquillaje, con el cabello atado en una cola como cuando uno recién se levanta.
Refiere que no tiene ganas de hacer nada, que está embarazada de tres meses y que no lo puede asumir, que vino a cortarle un montón de posibilidades. “A partir de que me enteré, estoy paralizada” Ella descarta la idea del aborto, por razones religiosas, y más de una vez pensó en quitarse la vida, pero “no tengo el valor”.
Aquí viene a mi mente algo que una vez escuché a Ricardo Díaz Romero. Frente a cada pedido que alguien nos dirija, hay que invitarlo reiteradamente a que haga su pedido, que tenga que insistir una y otra vez en dar razones de por qué está ahí.
Está casada con M. desde 1984 (ella tenía 18 años) Tiene dos hijos: un varón de 17 y una nena de 12. su padre murió cuando ella tenía 18 años: “Nunca lo superé” “A partir de ahí mi vida dio un vuelco. Mi mamá se volvió a su provincia con mis tías y yo hacía 4 años que estaba de novia. Me quedé y me casé”
Relata una historia de maltratos por parte del marido, quien no la deja trabajar, la controla si sale, si entra, si se pinta (Cuando hace esto le dice que parece una prostituta) “Por eso no me arreglo más” “No me deja ni tener amigas. Las corrió a todas: una porque es separada, otra porque trabaja, otra porque me llena la cabeza...”
“Yo no le creo nada más. Ni tengo deseo de estar con él. Lo aprecio como padre de mis hijos, pero no lo quiero. Antes me tocaba y me estremecía. Ahora no” “Hace dos años, lo pesqué en varias mentiras. Y él me dijo: ¿Querés que te diga que tengo una amante? Sí, tengo una amante”.
Hace unos meses L. dejó el trabajo de maestranza en un banco porque él la cansó. “En el trabajo estaba cómoda, tranquila, valorada”. Después de esto y de un episodio de amenazas, un día cansada del maltrato se fue con los chicos a un Hogar de Mujeres Solas. Estuvo una semana. Dice que volvió porque no había lugar para su hijo varón que ya es un adolescente, éste quería volver con el padre y ella no quiso que lo hiciera solo.
Hizo los cursillos para una carrera universitaria, aprobó el examen y entró. Recuerdo que fue el único momento en la primera entrevista en que se le iluminó la cara.
Hablamos sobre la posibilidad de no excluir embarazo – estudio, porque ella daba por sentado que embarazada no iba a poder estudiar. Permanentemente boicotea aquello que desea.
En otra entrevista dice que antes de quedar embarazada el cardiólogo le recetó Alplax “Tomaba la mitad, y dormía re-bien, me levantaba relajada. Pero con el embarazo lo suspendí de golpe”.
Cada vez que habla del marido lo hace con temor y sometimiento. Refiere que hace tiempo que está mal. “¿Desde cuando?” – pregunto. “Desde que murió mi papá” (al mes ella se casa) Intervengo diciendo que pareciera que ella hizo como un trueque: marido x padre. “Sí, fue así”
También hablamos sobre el encierro en el que está, un círculo que la está asfixiando. “Ni yo me reconozco” La única que puede empezar a romper ese círculo es ella. “Quizás, gracias a este bebé, podés empezar a hacerlo, pudiste pedir ayuda”- intervengo.
Permanentemente es la queja por la queja misma. Trato de implicarla, de que se haga responsable y nada...
A cada nueva entrevista que asiste, dice seguir deprimida. Casi diría que al verla, uno tiende a “contagiarse”. Tal es así que cada vez que ella se iba, yo me encontraba con una colega que me decía, “¿Qué te pasó? Es como si te hubieran “chupado” la energía” Me era muy difícil tratar de que se implicara en sus quejas, en su tristeza.
L. habla de las cosas que le suceden como si ocurrieran milagrosamente o porque sí. Hasta del bebé dice: “Este bebé, pobre, vino sin que lo busquemos, cayó sin querer”. Trato de que se implique en esto. Nada. Se cuidaba con las fechas: “Nunca me falló”. Hablamos de los cambios hormonales que, a su edad, alteran el ciclo menstrual, además de lo poco confiable del método.
Cuando habla del momento en que quedó embarazada dice algo así: “Para mí que él (M.) me trampeó con las fechas. Porque él era el que controlaba las fechas”. “¿Vos te estás escuchando lo que decís?” – pregunto. Marco esto del control que él ejerce hasta sobre su cuerpo, sobre algo tan íntimo y femenino como su menstruación. Responde que sí, y sigue hablando.
Más de una vez relató que si no tenía sexo con el marido, él no te dejaba plata al día siguiente. Trueque sexo x dinero = prostituta. Así dice haberse sentido más de una vez.
Al marido ya le hizo tres denuncias, la última terminó yéndose ella de la casa. Viven en una pensión, propiedad de la ex pareja de su suegra. Ellos tienen dos habitaciones. El marido, como trabaja de manera independiente, ocupa además otra habitación. Es fotógrafo y aparte trabaja a veces para la policía.
En cuanto a la relación con su padre: “Mi papá era viajante, de artículos de perfumería. Me acuerdo que para las vacaciones lo acompañábamos en los viajes. ¡Era tan lindo! Es tan lindo salir de casa...” (Actualmente ella no sale nunca, vive “encerrada”, así dice ella) En cuanto a la muerte del padre lo que la conmovió fue lo repentino. Lo operaron de vesícula, se complicó con una insuficiencia cardiaca, por la anestesia. “Lo acompañé a internarse y cuando me fui, estaba muerto”. “Nunca nadie me miró como mi papá, nunca nadie me esperó de la escuela como él. Siempre decía: Llegó L.? ¿Ya vino? Cuando él se murió ya nadie me quiso ni me miró, ni me nombró igual”.
Con respecto a la relación con su madre: “Mi mamá es muy de decir lo que tengo que hacer, ponete eso, eso no te conviene, hacé esto otro. Siempre chocábamos. Se oponía al casamiento, no lo quería a él” Refiero que entonces quizás el trueque haya sido: madre dominante x marido dominante. Asiente.
Sólo lloró en la quinta entrevista, cuando dijo sentirse abandonada por su madre, ahora que tanto la necesita. Abandono que retorna desde el momento en que se casó. Al comienzo de cada entrevista, se lamentaba de que la madre no hubiera venido a visitarla.
El padre muere en el mes de enero y ella se casa en el mes de marzo del mismo año. “Me acuerdo que estaba en pleno duelo, y encima mi mamá me decía que se iba. Mi papá, sobre mi marido, me decía, tené cuidado, no tiene visión de fututo”
“¿Disfrutaste del casamiento?” - pregunto. “Poco, yo estaba muy triste. Me llevaba bien con la familia de M., con mis suegros. Yo perdía mi familia y recuperaba una”
Sobre los embarazos: “El del nene fue buscado. Esperamos un año, pero fue buscado. Fue un buen embarazo” “Yo no quiero estar sola en este embarazo. Pero ya me veo que voy a estar sola como con la nena”. Relata cómo M. le dijo que se fuera. A su suegra le habían prestado un departamento. Él se quedó con la madre y le dijo que estaban mal, que se fuera a la pensión con el nene. ¡Y ella se fue sin chistar! Cuando le muestra el análisis y le dice que está embarazada, M. le contesta: “Que se haga cargo el que corresponda” M. no le pasaba dinero. La ayudaba una vecina. “Volví por idiota”.
En cuanto a los hijos, el varón no tiene amigos, vive encerrado “por el acné”, “es un chico que no disfruta nada”, “parece más grande”, “tuvo varios encontronazos con mi marido, a veces tengo miedo que terminen mal”. La nena sufre de hipotiroidismo, también tiene problemas de relación, siempre le pide que la cambie de escuela porque no termina de hacerse amigas. “Está muy pegada a mí. parece más nena que sus compañeras”
Con respecto a este embarazo, en las primeras entrevistas se lamentaba, lo veía como un obstáculo en su vida, hasta que cuenta la primera ecografía. “Al verlo me emocioné. Me acompañó mi marido” Cuando hablaba, se emocionaba. “Ahora lo creo” “Hasta antes de verlo, no me convencía del embarazo, a pesar de los resultados. Ahora, aunque no veía lo que el médico veía, reconocí la cabecita, la columna...”
En otra oportunidad habla sobre cómo siente los movimientos del bebé. Pero como si contara los movimientos del hígado.
En la última entrevista por primera vez habló de este bebé con ilusión: “Hoy a la tarde se movía mucho y yo pensé: no estoy sola. Él siempre me acompaña a todos lados” “El otro día subí al colectivo y pensé: éste es su primer viaje en colectivo” “Tengo miedo de que me aferre tanto a este bebé, que después me ponga peor al tenerlo”
L. siempre utiliza esta frase muletilla: “No sé, debo ser yo. No sé si está bien. La culpa debe ser mía” Frase muletilla que dice mucho de su posición subjetiva. Sumamente dependiente del Otro, sea este Otro su marido, su madre o hasta yo misma.
En la sexta entrevista le pido que trate de situar desde cuándo ella está tan deprimida. “No te puedo mentir. Yo era chiquita y era una nena solitaria, triste, miraba por la ventana, la lluvia y pensaba en cosas tristes”
Pregunto si ella perdió algún hermano o su mamá perdió algún embarazo. “Sí, tuvo un bebé muerto, que tendría dos años más que yo. De chica siempre íbamos al cementerio con mis padres” Relata que en su infancia se respiraba un clima de tristeza, sobre todo propiciado por la madre. “El que ponía el toque de alegría y optimismo era mi papá” “Yo hasta dudé si era hija de ellos. Nunca vi fotos de cuando estaba embarazada de mí. Las que tiene, son de mi hermano”.
El embarazo trae masivamente el recuerdo de la pareja primaria, que a una mujer la procreación le permite representar esta pérdida arcaica con la madre.
Cuando ella se casa, en la partida de nacimiento figura el nombre del padre: estado civil: casado, y el nombre de la madre: estado civil: soltera. Le preguntó a la madre y le dijo que era un error del que lo escribió. Una vez escuchó a unas tías, decir algo de “sus hermanos”. Ella supone que “estos hermanos” serían hijos del padre. Nunca se animó a preguntar nada. “Me gustaría tener hermanos ¿Pero cómo saberlo? Mi mamá niega todo, mis tías están entrenadas”
Después de la cuarta entrevista en la que la había notado muy deprimida y había relatado peleas con el marido y episodios de maltrato, L. faltó dos veces. Como vive cerca del hospital y al no tener teléfono, sin pensarlo demasiado me fui para la pensión. Bajó la hija, le avisó y luego vino ella. Me dijo que tuvo palpitaciones, por eso faltó, pero que no pudo hacerse el chequeo cardiológico, previo al examen obstétrico porque no tenía dinero. Me pidió disculpas por no haberme llamado, porque no tenía dinero. La cité para la próxima semana.
Me pregunté por qué fui. Temí por su vida. Pensé que quizás el marido le hubiera pegado de más, o que se hubiera ido, como ya lo hizo una vez. Tuve miedo de que le hubiera pasado algo malo.
Luego de la sexta entrevista, L. volvió a faltar en dos oportunidades. Cerca del horario de su consulta golpea la puerta del consultorio M., el marido de L. Me pide pasar, ya que quiere hablar conmigo. Mil cosas pasaron por mi cabeza, desde qué hago, si lo dejo pasar o no, si me iba a pegar, si estaba bien que hablara con él sin que L. lo supiera. Si era ético o no. Presentía que esto tendría un costo alto.
No me dio mucha opción. Casi entró por sí solo. M. es un hombre grandote, de voz muy gruesa, y se presentó desde su cargo en la policía, y luego agregó ser el marido de L.
Tomó asiento. “Vomitó” todas las dificultades que tenía con L., que estaba todo el día encerrada, que había sido adicta al Alplax (“No sé si te contó”), que él le dice que lo acompañe en el trabajo pero ella no quiere, sigue relatando lo preocupado que estaba. Más que preocupado por ella, estaba preocupado por lo que yo podía saber. Al menos esa fue mi impresión. Dice que cuando yo fui a la casa, él pensó: “Entonces está grave”. “Piensa que me acosté con todo el mundo. Ahora si se entera que vine a verla, se va a pensar que me acuesto con usted”. En un momento me pidió que L. no supiera de esta visita. Le dije que yo decidía qué era lo que debía hacer y que L. iba a estar al tanto de esta visita. Lo despido. Se retira.
No volví a ver a L. Un día, yendo para obstetricia a hablar con una de las médicas, la obstetra de L. me llama. Dice que en el último control de L. le preguntó qué tal le iba conmigo. Y L. le dijo: “No vengo más. Mónica le contó a mi marido todo lo que hablamos y tuve una fuerte discusión con él. Yo no me voy a pelear con mi marido por culpa de Mónica”. No puedo negar la bronca y la impotencia que sentí.
L. nuevamente eligió quedarse con la versión del amo que se metió hasta en el último rincón privado que era sólo de ella. Y yo se lo permití. El costo alto que pagué (¿yo lo pagué?) fue que L. no viniera más.
Después de esto mis dudas diagnósticas desaparecieron: se trataba de una histérica. y me puso en falta hasta en el último momento.


“Freud dijo que lo que el psicoanálisis podía prometer a una histérica era ‘pasar de una miseria neurótica a una desdicha corriente’. Es toda una definición de los fines y alcances de nuestra técnica[3]
El mismo día de la sexta entrevista (no sabía que iba a ser la última) pedí una supervisión de urgencia. Ahora que pude escribir este caso, no me quedan dudas de que se trata de una histérica. Pero mientras tanto, muchas fueron las preguntas que me fui haciendo y el material que iba buscando. Recuerdo que me conecté a Internet hasta para buscar sobre mujeres maltratadas, qué instituciones había en Rosario, y cómo asesorarla llegado el caso. Hasta leí sobre perfiles de hombres golpeadores y del círculo de violencia que engendraban. Al principio transité por este camino. Yo decía que me había “entrampado” con esto del maltrato del marido. Y no dejaba de preguntarme: ¿Cómo es posible que una mujer soporte esta situación tantos años y no pueda hacer nada? ¿No pueda o no quiera?
Después empecé a pensar que se trataba de una histérica: era clara su posición sumamente dependiente del Otro, la objetalización; un padre idealizado, afectuoso, amado, pero que por donde podría “caerse” ya que aparece “casado” en la partida de nacimiento y el rumor de “otros hermanos”, ella no quiere saber; una madre dominante, que le dice lo que debe hacer, y que en este momento que no sabe lo que hacer, la reclama, la necesita (“No viene, justo ahora que la necesito”), que la necesita para que le diga qué hacer. Y finalmente el deseo insatisfecho: puede irse de su casa, lo logra y vuelve; después de dos intentos para entrar en la facultad, rinde e ingresa, “pero con el embarazo no puedo”, y deja; quiere independizarse, consigue trabajo, se siente valorada, pero lo deja porque el marido la cansó. Ahora parece claro, pero yo tenía en mi cabeza bastante confusión. Encima, la queja por la queja misma, nunca responsabilizándose por nada de lo que le pasaba, nunca implicándose.

Confusión porque temí que se tratara de una melancolía. ¿Qué iba a hacer yo con una melancólica? “La melancolía consistiría en el duelo por la pérdida de la libido” decía Freud, ya en el Manuscrito. ¿Y si se suicidaba? ¿Y si la mataba el marido? (Ahora entiendo lo de mi visita a su casa) ¿Y si me “chupaba” toda la energía? A cada entrevista llegaba con una profunda desazón, parecía haber cancelado todo interés por el mundo exterior, se presentaba inhibida para toda actividad productiva, vivía desvalorizándose (rebaja del sentimiento de sí, empobrecimiento del yo), parecía ir dando lástima por todas partes. Había una pérdida muy importante, la muerte de su padre, y el status que ella le otorgaba: “Nunca lo superé", podría tratarse de un “duelo patológico”, de un duelo eterno.

Después de la supervisión me quedé más tranquila. Sin tener con exactitud un diagnóstico (“Date más tiempo para escuchar”, decía mi supervisora), nos inclinamos por la histeria. Y en esta instancia de supervisión apareció la pregunta por la transferencia[4]: “¿Cómo te ve ella? ¿En qué lugar te ubica?” – me preguntó mi supervisora. Ahí me di cuenta que yo también estaba en un lugar de amo. Y que ella esperaba de mí respuestas sobre qué hacer: con el embarazo, con la facultad, con el marido, con la violencia familiar. Y yo parecía estar dispuesta a dárselas. También había caído en dotarla de atributos, ya que se mostraba siempre desde lo que no tenía, desde lo que le faltaba. La histérica busca hacerle falta al Otro. Yo me había propuesto sacarla adelante, se había convertido en un desafío personal. ¿Qué actualizaba de su vida en este escenario del consultorio? También me ubicó (al final, en el comentario a la obstetra) en la misma línea que el resto de las mujeres que tuvo que abandonar por “recomendación” del marido. Al final, el marido “se salió con la suya”: siguió cerrando el círculo de control, y yo aparecí como alguien más del mundo exterior a ese círculo que había que eliminar, para seguir manteniendo a L. bajo control. Pura objetalización histérica.
¡Cuantos matices puede ofrecer la transferencia! No hay la transferencia, hay transferencias. Hay tantas transferencias como situaciones puedan constituirse con el pedido que uno dirige a otro que se ofrece, allí, como analista[5].
En cada tratamiento, en cada análisis se realiza una “neocreación” de una “enfermedad artificial” (neurosis de transferencia), la cual sustituye el padecimiento que había originado la demanda[6].

“Un caso se define como el relato hecho por un practicante cuando reconstruye el recuerdo de una experiencia terapéutica destacada. Tal reconstrucción sólo puede ser una ficción, puesto que el analista recuerda el encuentro con el analizando a través del filtro de su vivencia como terapeuta, lo reajusta de acuerdo con la teoría que quiere validar y, no olvidemos este punto, lo redacta siguiendo las leyes restringidas de la escritura (...)
Es así como el caso clínico resulta siempre de una diferencia inevitable entre lo real de donde surgió y el relato en el cual cobra forma. De una experiencia verdadera, extraemos una ficción y, a través de esta ficción, inducimos en el lector efectos reales. Partiendo de lo real creamos la ficción y, con la ficción, recreamos lo real[7]”.




PS. MONICA SÁNCHEZ



[1] Freud, Sigmund. “Sobre la iniciación del tratamiento” (Nuevos Consejos sobre la técnica del psicoanálisis, I) 1913. Obras Completas. Amorrortu Editores.
[2] Nasio, Juan David. “Los más famosos casos de psicosis” Capítulo 1. Revista FORT-DA Nº4 Agosto de 2001.
[3] Díaz Romero, R. “La pregunta por la técnica del psicoanálisis” Homo Sapiens. 1999.
[4] Mi intención es en la segunda parte de este trabajo, poder teorizar un poco acerca de la transferencia y la repetición.
[5] Díaz Romero, Ricardo. “Si el SSS no es un hecho natural, entonces...” Seminario Hospital Provincial de Rosario. 1999.
[6] Freud, S. “Conferencia 27”. Tomo XVI. Página 404. Obras Completas.
[7] Nasio, Juan David. “Los más famosos casos de psicosis” Capítulo 1. Revista FORT-DA Nº4 Agosto de 2001.